A Claudia la conocí hace dos años en una actividad en el ámbito educativo donde había bastante gente. Me transmitió confianza, seguridad, calidez. Y decidí consultarla. Sentía que mis miedos se habían profundizado y me aquejaban todos los días, tenía miedo de transmitírselos a mis hijos.

En ese momento tenía la familia que voy a contar: una mamá a la que creía que le tenía que decir las cosas, porque ella era infantil; un papá al que creía que le tenía que decir las cosas, porque no se hacía cargo de nada; un hermano mayor con quien me relacionaba armónicamente y dos hermanos más chicos, un varón y una mujer, de quienes creía ser la madre, para quienes yo tenía que estar a la altura de lo que esperaban de mí. Tenía un marido que después de nuestra separación, y un poco antes también, se había vuelto para mí un ser dudable, mi relación con él ya no era de confianza. Y tenía a mi hija de 13 años y a mi hijo de 11, para quienes quería ser una madre perfecta, comprensiva, libre, corajuda. Pero sentía que los estaba defraudando porque mis miedos me volvían imperfecta, temerosa. Para mí, y siendo muy poco piadosa conmigo misma, me había transformado con los años en una persona cobarde.

Así estaba hace dos años, cuando llegué al consultorio de Claudia, apesadumbrada, melancólica, muy exigente conmigo, con mi familia. Convivían en mí la melancolía y la fuerza, la melancolía con la alegría y la ternura que, según me decían, era lo que me caracterizaba. No me entendía… pero me sentía triste, apagada, y a la vez era una pila de energía en actividades y actividades y actividades sociales.

Al poquito tiempo de empezar a recorrer el nuevo camino, de la mano de Claudia, empecé a descubrir un modo nuevo de mirar, mirarme, mirarnos, un modo nuevo de vincular, vincularme, vincularnos. Mi mamá tenía mucho para dar, si yo me animaba a pedir. Mi mamá estaba ahí, con todo su amor y también con sus limitaciones, con su historia. Descubrí la acción de “ser piadosa”. Me empecé a encontrar con mi mamá. Descubrí cuánto la necesitaba y cuánto tenía para recuperar. Empecé a aprender a expresarme desde mis sentimientos, mis dolores, mis necesidades. Mi mamá estaba ahí, mi mamá me escuchó y me abrazó. Sentí un primer renacimiento.

Con el tiempo también fuimos comprendiendo que hubo enojos no expresados, pedidos no realizados, contagios emocionales, y muy de a poquito, con mucha paciencia y calidez, fui ordenando y devolviendo algunas cosas a su lugar. Sentimientos que no eran míos los fui devolviendo a las personas que los sintieron y a las circunstancias en las que aparecieron; fui respetando el origen de esos sentimientos para no hacerlos propios, para no cargarlos. Sentí alivio. Sentí también que había heridas que se cerraban.

Los miedos, aunque variaban de intensidad, seguían ahí. Pero yo tenía los abrazos de mi mamá y también los abrazos y la protección de Claudia.

A los pocos meses mi mamá se enfermó. Ella ya no era infantil. En su enfermedad nos cuidó, nos mostró fortaleza. Compartimos hasta el último suspiro juntas. Sentí y siento que ella transformó su vida en un canto. No está físicamente, está en mi corazón. Me acompaña, lo siento, la siento.

Hace dos años creía tener una hija-mamá y descubrí a mi mamá. Me encontré con mi mamá después que la respeté y reconocí su humanidad, después que descubrí que yo podía expresarme para acercarme a ella, para acercarnos. En ese reencuentro mis hermanos ya no eran mis hijos, eran los hijos de mi mamá. Hace dos años creía que tenía hijos-hermanos. Hoy tengo hermanos con quienes comparto, me divierto y me peleo como se pelean los hermanos. Me empecé a sentir más alivianada. Menos preocupada. Ahora no me ocupo de ellos. Ahora nos acompañamos.

Hace dos años, cuando llegué a lo de Claudia, el maltrato y el enojo eran moneda corriente en casa, todos los días: la hora de bañarse, la hora de poner la mesa, la habitación, la play. Otra vez, con paciencia y calidez, descubrí y descubrimos, digo descubrimos porque algunas veces mi marido fue conmigo a lo de Claudia, que alguien, no sé si mi abuelo o papá, había tenido un modelo autoritario para vincularse con sus hijos y eso lo habíamos trasladado a los nuestros. Pero en nuestra realidad lo único que nos traía era sufrimiento. Descubrí, y descubrimos, que podíamos comunicarnos de otra manera, que podíamos pedir a nuestros hijos su colaboración, que podíamos respetar algunas de sus decisiones y ellos también podían respetar las nuestras. ¡Descubrimos que no somos ilimitados! Descubrimos que nos podíamos pedir ayuda entre nosotros como padres, es más, que nos era muy necesario. Que podíamos intervenir para frenar al que se estaba desbordando y descubrimos que ese freno no era desautorizarnos, sino que era frenar el desborde que se estaba desencadenando. Sentí que podíamos convivir sin estar enojados la mayor parte del día, sin estar agotados casi todos los días.

Hace dos años era la hija que mi papá consideraba correcta. Era correcta en la vida, autoexigida y exigente. Era como tenía que ser. Cuando estaba mal, triste, angustiada y asustada, me aislaba para que no se me viera. Sólo existía si era correcta, mi norte era hacer las cosas bien. Me funcionó muchos años, fui la hija reconocida y valorada de papá. Pero también sentía un vacío, mucha inseguridad, miedo. No lo podía entender, pero lo sentía. Muchos años, muchos, como veinte años.

Yo me hacía preguntas sobre ese vacío, sobre esa inseguridad, sobre cierta dependencia de los deseos ajenos. A veces eso me llevó a creer que mis miedos podían tener que ver con miedos de mi mamá, con exigencias de mi papá. Pero había algo más, no lo podía entender pero lo sentía. Y Claudia me ayudó a tirar del hilito de ese vacío, de esos miedos que sentía todos los días.

Con la muerte de mi mamá ese vacío se hizo muy fuerte, mi angustia fue muy intensa, mis miedos me daban miedo a la locura. Claudia me acompañaba, me abrazaba, me decía “contás conmigo, llamame cuando lo necesites”. Yo no podía, me costaba pensar que ese llamado no era una molestia, pese a que me decía que era importante para ella acompañarme. “Te pido que cuentes también con tu papá, llamalo, pedile que te mande abrazos bien fuertes y que te diga que estás bien, que no pasa nada, que sólo son miedos tuyos, que él y tu mamá te protegen”. Y yo no podía llamar a mi papá, no podía pedirle que me proteja. No podía dejar de cuidarlo yo a él. Era mi papá en muchos aspectos en mi vida, pero no podía pedirle que me proteja.

Claudia insistió en que pudiera contar con mi papá. Estaba convencida de que mi angustia tenía que ver con no tener a mi papá como figura protectora. Me estaba ayudando a descubrir que había que construir ese vínculo. Empecé, tímidamente, a pedirle esos abrazos protectores. Papá estaba muy dispuesto a dármelos. Entendí que yo construía ese camino, que yo lo orientaba, que él, por sus propias limitaciones y su propia historia, no podía ver ni sentir lo que yo estaba viendo y sintiendo, no podía intuir lo que yo estaba necesitando. Se lo tenía que expresar, se lo tenía pedir.

Seguíamos con Claudia tirando del hilito de mis miedos, mis inseguridades, mis exigencias… hasta que un día los bloques empezaron a encastrar. Mi papá creía que a los 20 años, un poco más, un poco menos, o cuando ya teníamos algún tipo de independencia económica, dejábamos de ser hijos. Ya éramos de la vida. Sólo le quedaba la función de alertarnos sobre las cosas que podían pasar, para las que teníamos que prepararnos en la vida. Así fueron 20 años de alertas y de recetas sobre lo que tenía que hacer. Tenía que estar preparada para lo que viniera… “el durazno se come con la pelusa”, siempre nos dijo. Esas alertas explicaban en parte mis miedos, mis inseguridades. También entendí que a sus 20 años él dejó de ser hijo para convertirse en socio de su papá. El afecto y la protección no son parte de los negocios. Algo ahí se rompió. Desde mis 20 años, yo no tenía un papá. Yo ya era de la vida… y la vida era dura, mi papá me lo había dicho. Yo me fui rigidizando para hacer frente a la vida.

De repente, cuando empecé a comprender la historia, nuestra historia, mi historia, sentí que el aire empezaba a circularme por todo el cuerpo. Sentí que, por fin, podía empezar a relajarme. Con un mate de por medio, en una charla, mi papá escuchó esa historia que había reconstruido. Se sorprendió y coincidió. Entonces, casi sin pensarlo, le propuse que me adopte. Claudia me acompañó, me propuso que lo concretemos. A los pocos días escribí un acta de adopción donde figuraban los acuerdos que me parecía que eran necesarios para nuestra nueva relación. Mi papá aceptó y los dos la firmamos. La respetamos y la honramos todos los días. Fue un momento muy emocionante para los dos. Para los tres, Claudia también se alegró. Hoy soy una persona más completa, más auténtica. Mi papá lo sabe, lo acepta. Acepta mis miedos, mis inseguridades, me acompaña y me abraza. El acta dice:

“Por intermedio de la presente acta, las partes aquí concurrentes convienen celebrar el acto de adopción, bajo los siguientes principios y acuerdos: brindar el padre adoptante abrazos cotidianos, como sistema de protección afectivo hacia la hija adoptada, y extraordinarios si la situación lo amerita y requiere; realizar encuentros de mate entre ambos, con el fin de tener momentos placenteros y relajados, lo cual se resume en ‘tener un palenque donde rascarse’ para la hija adoptada; la preparación para la vida se da por concluida, habiendo sido las clases brindadas las necesarias en contenido e intensidad. En palabras de una profesional competente, se propone lo siguiente: ‘Que te mande energía para protegerte, que te diga que está todo bien y que va a estar todo bien, y que tu mamá  junto con él te protegen a vos y a toda tu familia’. Sin más aspectos que proponer para esta adopción, se firman dos ejemplares de un mismo tenor y a un solo efecto, en Canning a los 6 días del mes de noviembre de 2018”.

Hoy, dos años después, soy hija de mi mamá y mi papá, soy hermana de mis hermanos. Soy parte de la hermosa familia que construyo cada día con mi marido, soy más mamá de mis hijos. Hoy, dos años después, soy un poco menos lo que era. Hoy soy más yo misma.

Gracias, Claudia, por cada palabra, cada abrazo, cada intuición que tuviste, cada pregunta, cada interpretación.
Gracias por el camino compartido, ¡te quiero mucho!

Por intermedio del presente acta, las partes aquí concurrentes convienen celebrar el acto de adopción, bajo los siguientes principios y acuerdos:

  • Brindar el padre adoptante abrazos cotidianos, como sistema de protección afectivo hacia la hija adoptada, y extraordinarios si la situación lo amerita y requiere.  
  • Realizar encuentros de mate entre ambos, con el fin de tener momentos placenteros y relajados, lo cual se resume en “ tener un palenque donde rascarse” para la hija adoptada.
  • La preparación para la vida, se da por concluida, habiendo sido las clases brindadas, las necesarias en contenido e intensidad!
  • En palabras de una profesional competente, se propone lo siguiente:
    • Que te mande energía para protegerte, que te diga que esta todo bien y que va a estar todo bien, y que tu mamá junto con el te protegen a vos y a toda tu familia”.

 

Sin mas aspectos que proponer para esta adopción, se firman dos ejemplares de un mismo tenor y a un solo efecto, en Canning a los 6  días del mes de noviembre de 2018.

Jorge Alberto Canali

10.124.528

Constanza Canali

25.744.887

 

 

Reparación de situaciones emocionales tempranas

Incluimos el conmovedor testimonio de Guadalupe que ella titula: 

“Recuerdos del día en que nací, 1 de agosto de 1993”

Guadalupe inició su tratamiento consultando por lo vocacional, dudando de su carrera, sintiendo que no iba a poder ejercer su profesión de psicóloga, que su angustia se lo impediría. Luego de la terapia se hizo cargo del acompañamiento y contención emocional de las chicas de un colegio secundario, creció enormemente en el ámbito ocupacional, puede asumir responsabilidades, se animó a dejar una pareja que sustituía a sus vínculos primarios pero a la vez la hacía revivir una y otra vez situaciones de abandono. Al decidirse a elaborar su propio abandono, aprender a sostener a esa bebé interna y apoyarse en sus propias figuras parentales, dejó de necesitar esa figura sustituta.

Llegué a este mundo después de varios días de dolores intensos, de idas y venidas, de incertidumbre y de miedos. Gracias a la sabiduría de algunos y a la fe de otros. Con pocos kilos pero con muchas ganas de vivir. Dicen que cabía en la palma de la mano de mi abuelo. Eso fue lo que me llevó a vivir los primeros veinticinco días de mi vida en una sala de neonatología.

Cierro los ojos e intento imaginarme: estoy sola, adentro de una cuna transparente. Puedo ver para afuera y las enfermeras pueden verme. Hay otros bebés. Tengo algunos cables que creo necesitar. No entiendo mucho dónde estoy pero aun así espero. Tengo la sensación de que pasaron muchas cosas en las últimas horas. Creo que mamá ya está bien pero algo me dice que mi llegada no fue fácil. Hay bastante ruido. Ruidos de máquinas, de puertas que se abren y se cierran, llantos de otros bebés. Hay olor a hospital, ese olor penetrante y oscuro. Olor a sábanas recién lavadas y a desinfectante.

Finalmente vienen mamá y papá a verme. Mamá todavía está débil, le cuesta caminar y está dolorida. Papá está feliz de tenernos. Su familia estuvo a punto de derrumbarse, pero Alguien quiso que eso no pasara. Por alguna razón estamos los tres juntos. Para siempre. Después de algunos días de visitas cortas mamá ya está mejor, ya se puede ir a casa. Pero lo veo en su cara, no me quiere dejar. Me promete que va a volver, que va a venir todos los días apenas pueda y que no me va a dejar sola. Nunca.

Yo le creo y la espero. La espero todos los días. Ella llega a la mañana, apenas empieza el horario de visitas ella está acá. Se acerca, me saluda. Me levanta y me abraza. Me pregunta cómo pasé la noche. Me canta. Me pone adentro de su bata y así nos pasamos horas. Las enfermeras van y vienen. Yo estoy bien. Estoy con mamá.

De alguna forma misteriosa entendí que tengo que subir de peso. Que eso va a hacer que me vaya antes a casa. Cada noche me quedo sola. Mamá y papá se van a casa y yo me quedo sola, con todo lo que eso implica para una bebé. Pero las ganas de irme a casa con ellos me dan fuerzas para seguir luchando. Aprendí que no tenía que llorar y aunque eso me cueste algunas lágrimas más adelante, hoy es lo que me hace sobrevivir.

Después de veinticinco días y veinticinco noches me voy a casa. Estoy a salvo. Al fin somos una familia. Llegamos al departamento en el que entramos sólo nosotros tres y ya soy feliz. Mamá y papá están cansados. Y yo no puedo creer que estoy acá. Está empezando la primavera. Mamá y yo pasamos horas juntas, dormimos la siesta abrazadas. Papá llega, me abraza y así nos quedamos. Las noches ya no son mi problema. Lo único que quiero es quedarme acá. Sentirme en casa, sentir ese calor, ese olor y esa paz de estar en casa. Sé que estos son los días más felices de mi vida y a los que el día de mañana tendré que volver a evocar. Gracias mamá y papá por esos días de amor incondicional. No hay para mí sensación más linda que la de sentirme en casa. Y ahora entiendo por qué.

Este relato es una reconstrucción de lo que creo que fueron mis primeros días de vida. A partir del trabajo con Terapia Vincular-Familiar me di cuenta de la importancia que tenía para mí volver atrás en el tiempo y entender qué pasó en esos primeros días. La forma en que está relatado es el modo en el que, gracias a la terapia, reconstruí mi historia. Primero en mi mente y después en el papel. Entendí que el cuerpo no olvida. Y que los primeros días de vida nos marcan para siempre. Son huellas que se alojan en el cuerpo y en la mente, y nos acompañan de por vida.

Vuelvo un poco atrás en el tiempo, a cuando empecé este proceso, hace tres años. Unos meses después de recibirme de psicóloga tuve un ataque de asma muy fuerte y a partir de entonces empecé con síntomas de ansiedad. Tenía una angustia que no me cabía en el cuerpo. No sabía qué me pasaba. Creía que era mi profesión, que había elegido algo para lo que no estaba preparada. Empecé a buscar respuestas a lo que sentía y no podía encontrarlas.

Estuve meses así. Yendo a terapia pero sin encontrar demasiado alivio ni a los síntomas ni a mis preguntas. Había empezado a tener miedo a viajar y a estar sola. Así llegué a la Terapia Vincular-Familiar, creyendo que estaba viviendo una crisis vocacional, buscando reorientar mi carrera aunque no muy segura de ello.

En las primeras sesiones apareció la pregunta por mi nacimiento. Algo que siempre me había parecido una anécdota divertida de contar pero a lo que nunca le había dado lugar.

Con Claudia empezamos a rastrear en los recuerdos de mis papás y de a poco mis síntomas se fueron aliviando un poco, o al menos encontrando algunas respuestas. Lo que me estaba pasando no era una crisis vocacional. Me di cuenta, nos dimos cuenta, que había una historia que resolver, que elaborar, que sanar. Una herida muy grande que durante mucho tiempo había estado tapada. Esa bebé que había aprendido a no llorar era yo, había aprendido a no pedir ayuda, a sobre adaptarme, a sobrevivir así.

Pero algo de esa salida al mundo profesional despertó en mí esa angustia de separación que nunca había llorado. Esos veinticinco días y veinticinco noches en neonatología aparecieron para ser sanados. A través de la terapia recuperé mi lugar de hija, ese que tanto anhelaba, empecé a pedir ayuda, más que nada a mis papás. Me conecté con esa necesidad de volver a sentirme protegida por ellos. Me di cuenta de que mis miedos se reactivaban cada vez que aparecía una separación. Como si todo el miedo de esa bebé indefensa se estuviera manifestando ahora.

Empecé así un camino de autoconocimiento, de conocer mis límites y también mis recursos. De conocer todo lo que puedo lograr si acepto mi vulnerabilidad y mi historia. De saber que esa bebé fue muy sabia porque supo lo que tenía que hacer para sobrevivir. Y que esos recursos siguen aún intactos. A través de algunas sesiones con mis papás en las que ellos iban recordando, de buscar fotos, escritos, de preguntar hasta el cansancio, fuimos reconstruyendo esta historia. Podría decir que con esta historia aprendí a no llorar, porque esa fue la forma que encontré de sobrevivir apenas nací. Pero no. Con esta historia aprendí muchas cosas y ninguna tiene que ver con no llorar.

Aprendí a ver al síntoma no como una molestia o como algo que debía sacarme de encima, sino como una oportunidad. Una oportunidad para sanar, para conectarme conmigo misma, con mis necesidades y miedos más primarios. Como una oportunidad para fortalecerme ahora. En el momento justo.

Aprendí también que debajo de mis miedos e inseguridades había una gran desvalorización, propia de una bebé que se sintió abandonada, dejada de lado, y que tenía que empezar a ver todo lo que había logrado y todas mis fortalezas y recursos.

Aprendí que dentro de mí hay una bebé que tuvo mucho miedo, que estuvo sola y no lloró porque entendió que no debía hacerlo. Y que por eso es muy sabia. Pero que hoy sí puede llorar. Que hoy le puedo permitir protestar, gritar, patalear, que hoy puede tener miedo por todo ese tiempo que aguantó. Que hoy ya no hay que ser fuerte. Hay que atravesar el dolor y crecer. De a poco.

Aprendí a hablarle, a cerrar los ojos y decirle que no está sola, a imaginarme en mi casa con ellos y así superar mis miedos. Aprendí que ser sensible y darle lugar a los miedos no me hace menos fuerte sino que, al contrario, me hace más humana y más sensible a la realidad del otro.

Aprendí que la mente es algo fascinante y complejo y que hay muchas cosas que desconocemos. Y que así como el cuerpo habla, la mente también lo hace y que a veces me cuesta aceptar esto. Pero que si dejara de lado la omnipotencia y entendiera que no controlo todo, sería más feliz.

Aprendí que la aceptación es un acto de humildad que conlleva un trabajo arduo. Aceptar mi historia, aceptar mis debilidades, aceptar mi condición me hace más humana y más libre. Me libera de la carga de pensar que tengo que poder con todo y de pensar que nada debería afectarme. ¡Qué lindo es saberme humana, imperfecta, fallada! Y cuánto más me conecta con otros. Porque la vida, en definitiva, se trata de eso, de vínculos, de idas y vueltas, de encuentros y desencuentros.

Aprendí que la mía es una historia de aceptación. De aceptar mi historia y mi condición de humana. De conocer mis límites y desde ahí hacerme más fuerte. De aceptar que no soy perfecta, que no puedo con todo. De aceptar que necesito de otros y que ahora ya tengo voz y que puedo pedir ayuda, y que ese es justamente mi camino de sanación.

Aprendí que en la medida en que me conecto con el otro desde un lugar auténtico y genuino, soy más feliz. Y que desde ahí puedo también hacer brillar a otros. Aprendí que escribir es sanador y que haciéndolo desdramatizo la vida, pongo luz a eso que estaba oculto. Y aprendí que no por casualidad estoy en este mundo. Y que si estoy acá, espero que valga la pena.