El trabajo en equipo en un caso de demencia alcohólica

por la Dra. Mariana Zarankin y el Dr. Benjamín Zarankin

En cualquier momento de un proceso terapéutico, pero especialmente cuando se trata de grupos familiares, podemos solicitar la presencia de un co-terapeuta del equipo. En este sentido, es muy ilustrativo otro caso atendido por la Dra. Mariana Zarankin, médica psiquiatra y psicoterapeuta vincular-familiar, en el que solicitó la intervención de su padre, Benjamín Zarankin, como co-terapeuta en el tratamiento de dos hijas que demandaban atención para su madre alcohólica y los problemas que eso les traía. Mariana Zarankin lo describe así:

Andrea (67 años), abogada, viuda, con un certificado de discapacidad por demencia alcohólica, tiene dos hijas: Gabriela (35 años), que es osteópata y profesora de educación física, y Micaela (33 años), que es médica. Micaela presentaba conflictos con un novio celoso y Gabriela se había separado hacia poco por episodios violentos de su pareja. Cuando comenzó el tratamiento Andrea residía en un geriátrico desde cuatro años antes, después de haber tenido una descompensación alcohólica con insuficiencia cardiaca. Presentaba hipertensión, asociada a cirrosis alcohólica, tabaquismo, antecedentes de trastorno bipolar y trastorno delirante crónico.

A la primera consulta Andrea se presentó rígida, dura, enojada y reticente. Gabriela estaba preocupada de que no quisiera tratar a su madre, debido a las constantes amenazas hacia los anteriores psiquiatras. Decía que su salud física y psíquica no estaba afectada, que sus hijas eran sus carceleras, porque la retenían internada en el geriátrico contra su voluntad, y que la habían despojado de todos sus bienes materiales. Venían de dos años de luchar para que algún psiquiatra perdurase en el tratamiento, dado que las amenazas de juicios eran de tal índole que salían despavoridos. A tal punto que las hijas creían que nadie las iba a poder ayudar, ni a ellas ni a la mamá. Y temían volver a las situaciones del pasado previas a la internación. Micaela tenía una mirada triste, resignada y pérdida, haciendo oídos sordos a la situación, completamente desconectada. Ambas hijas estaban involucradas en situaciones amorosas con hombres violentos, celosos, y que descargaban su frustración en ellas.

En las siguientes consultas Andrea se presentaba y se despedía siempre con la misma frase: “Si en un mes no volví a vivir en mi casa, entonces no tengo razones para vivir. Quiero ir a mi casa, que me devuelvan mis cosas, esto no es vida”. Con esta frase hacía alusión a la historia donde consideramos que se desencadenó la locura de esta mujer. Cuando tenía 11 años, el padre, con antecedentes de alcoholismo, quiso regresar a la casa familiar luego de estar trabajando un tiempo en el norte del país, y su madre, acompañada por su tío, no se lo permitió. La niña, Andrea, le pidió a su madre, llorando, dejara pasar a su padre. Relató en la consulta que veía a su padre sentando llorando frente a su hogar, y a ella sin poder salir a socorrerlo. Y que después de este evento el padre se suicidó, tirándose debajo de un tren.

Continuamente Andrea presentaba delirios de tinte paranoide con sus hijas y lo único que hacia durante la entrevista era quejarse, reprocharles y amenazar. Empezamos a trabajar sobre su historia y con el correr del tiempo comenzó a aflojarse, pero nunca dejaba de decir su frase inicial y final, haciendo entender que si lo que quería no se realizaba, ella iba a tomar una conducta al respecto. Cuando se indagaba sobre el plan, ella lo negaba. Sus hijas refirieron que sostenía esa amenaza desde hacía dos años. Por momentos teníamos esperanzas de algún cambio en Andrea, pero luego nos volvíamos a defraudar.

Al mismo tiempo, Gabriela y Micaela, al entender la historia de la madre y al trabajar sobre la reconexión con su padre, mejoraron su relación con ella y comenzaron a mostrar su luz. Venían a las consultas entusiasmadas ya que estaban recuperando a su madre, aunque esta siempre terminaba con la misma amenaza. Un día esta fue tan intensa que decidí incorporar a mi padre, el Dr. Benjamín Zarankin, al equipo terapéutico. El vínculo que se había generado con esta familia era tan fuerte que habilitó ese ingreso con mucha aceptación. Todas queríamos ser ayudadas. En el comienzo de su intervención tropezamos una y otra vez con la misma piedra. Andrea no paraba de reiterar sus deseos de irse del geriátrico, alegando que le habían robado su vida y que ella estaba perfectamente bien. Volvimos a revisar su historia, de características delirantes, ya que no había forma de moverla de su delirio. Vale la pena reiterar que la fijeza de ese discurso era la misma que la escena traumática donde al padre se le negó el ingreso al hogar familiar y que el haber sido despojado de su vida lo llevó al suicidio. Lo que sí logramos fue que las hijas se apiadaran un poco más de su madre y reconocieran su tormento.

Andrea sentía, al igual que su padre, que le habían robado la vida y por ende las ganas de vivir. Justificaba una y otra vez el suicidio de su padre y reforzaba el odio hacia su madre (92 años), que se encontraba internada en un geriátrico con diagnóstico de Alzheimer. Las hijas, por miedo a la reacción de la madre, le habían ocultado el estado de la abuela y el domicilio del geriátrico. Luego de varias intervenciones se acordó explicarle a Andrea sobre el paradero y el estado de su madre con la intención de programar una visita. Andrea rechazó la posibilidad de ir a verla. A partir de eso nos volcamos a trabajar psicoterapéuticamente con las hijas, perdiendo un poco las esperanzas sobre Andrea, que parecía un alegato judicial, pidiendo su libertad. Sólo había destellos de una madre amorosa que por momentos podía abrazar a sus hijas, cuando ellas empezaban a demandarla como madre. Le pedían cariño físico, abrazos y besos.

En un momento del proceso mi padre le dio a Andrea el libro El hombre en busca de sentido, de Victor Frankl, indicándole que lo leyera para así comentarlo luego. Lo que ocurrió en las siguientes sesiones fue que Andrea relató con mucha claridad y lucidez lo que iba entendiendo del libro. Las hijas se quedaban estupefactas, admirando a su madre y sin poder creer el grado de comprensión que presentaba. Mi padre le preguntó cuáles eran las semejanzas y diferencias con nuestra forma de trabajar y ella contestó que veía muchas cosas parecidas. Al preguntarle a mi padre qué lo había movido a darle este libro, me respondió que fue la historia en común de ambos, de supervivencia en situaciones muy traumáticas y de encierro.

A partir de esto, el eje del tratamiento se fue inclinando más hacia las hijas, que deseaban dejar de sufrir violencia por parte de sus parejas. Comenzó un circuito de realimentación positiva donde la madre se conmovía por sus hijas, que sentían cada vez más su amor y mejoraban en su autoestima. También comenzaron a incluir cada vez más al padre, un hombre 28 años mayor que Andrea, ya fallecido. Se empezaba a sentir la fuerza de la reconexión emocional de la madre con sus hijas. Micaela rompió la relación con su pareja y Gabriela solicitó una entrevista con la suya para intentar ver cómo contener sus ataques de agresividad. Mientras tanto, en el tratamiento con Andrea, comenzamos a hablar de la fragilidad e inmadurez de su padre, que no pudo pensar que tenía una hija cuando tomó la decisión de suicidarse. Frente a esto ella se quedaba callada y en actitud reflexiva. El monólogo de la amenaza dejó de estar presente.

Al poco tiempo se dieron sincrónicamente tres situaciones. Micaela comenzó una nueva relación de pareja con alguien que no presentaba rasgos de violencia y Gabriela se separó de la suya, después de quince años de noviazgo. La madre y las hijas programaron una salida al campo, con desayuno previo en la casa de Andrea, donde en ese momento vivía Micaela. La fantasía de que las hijas habían vendido su casa y sus muebles quedó obsoleta y todas relataron haberla pasado muy bien en el campo. Posteriormente se planteó la necesidad de cambiar de geriátrico, ya que no se podía sostener económicamente, lo cual fue aceptado por la madre con suma elegancia.

A partir de entonces, y en las siguientes sesiones, Andrea se dedicó a ayudar y a mimar a sus hijas. Parecía un milagro, se mostraba amorosa con ellas y con nosotros. Era un placer atenderla. Se produjo otra salida espontánea en la que Andrea se quedó a dormir en su casa, luego de haber pasado un día precioso con sus hijas, y al día siguiente las tres compartieron el desayuno. Era tal el grado de transformación que en algún momento pensé que la paciente se estaba deteriorando cognitivamente, aún más, que se estaba demenciando. Hablando el tema con mi padre, él se disgustó pensando que yo podía llegar a creer eso, que no percibiera la transformación terapéutica que se estaba produciendo.

En la siguiente sesión, como si me hubiese leído el pensamiento, Andrea explicó que ella aún se sentía mal, pero que se lo guardaba porque no quería cargar a sus hijas con su malestar. Andrea llegó acompañada por sus dos hijas. Se presentó sonriente, coqueta, de buen ánimo, generando un clima agradable. Sus hijas se sentaban a sus costados y se apoyaban en ella para que les hiciera mimos y abrazos. Ambas podían hablar de sus situaciones amorosas, recibir consejos tanto de nosotros como de su madre, que amorosamente exponía su opinión, sin dejar de cuidarlas.